Manuscritos. En la era
digital, los papeles escritos a mano tienen una magia que hipnotiza porque
transmiten una esencia y dan cuenta de una época que ya pasó y no
volverá.
Jorge Luis Borges y su dibujo de un monstruo de muchas cabezas donde conviven Rosas, Perón, Mussolini, Hitler y Marx. |
Escrito por Federico
Kukso
En un perfecto
día de verano en San Petersburgo, un guardia de seguridad se sacude el sueño
del cuerpo a través de un bostezo. Con un movimiento seco, acomoda la gorra
desproporcionadamente grande que pende sobre su cabeza mientras su mirada es
arrastrada por la sombra de dos chicas que caminan agarradas de la mano –una
señal de amistad femenina tan rusa– en el callejón Kuznechny. Sabe que sólo
seis escalones lo separan de uno de los tesoros de esta ciudad injustamente
reducida al eslogan de “la Venecia del norte”. Y aun así le da la espalda a la
última casa donde vivió Fiodor Dostoyevski.
Una orquesta
silenciosa de gestos que envidiaría cualquier estudiante de mimo –los empleados
de museo en Rusia hablan tanto inglés como los argentinos manejan el coreano– y
160 rublos funcionan como llave de entrada a estos seis cuartos congelados en
el tiempo que transportan al visitante al 9 de febrero de 1881, el día en que
una de las estrellas de la literatura rusa dejó físicamente de existir. Ahí, en
el segundo piso, está el comedor familiar donde se reunían Fiodor, su esposa
Anna Grigorievna y sus dos hijos. La mesa aún está servida (un mantel blanco,
tasas y platos de porcelana). Un silencio estancado recorre los pasillos de
paredes empapeladas con retratos y con cartelitos que recuerdan de mala gana
“prohíbo tomar fotografías”. Hay mecedoras, mesitas, una biblioteca y el gran
trono: el mismísimo escritorio donde, por las noches, Dostoyevski escribió Los
hermanos Karamazov.
No importa que su cuerpo haya sido enterrado en el cementerio Tikhvinskoe,
en las afueras de San Petersburgo. Dostoyevski aún habita su departamento: vive
en la lapicera con la que escribía y en la última receta que le dio su médico
que descansan sobre una mesa. Está en el reloj detenido en el minuto de su
muerte, en sus cigarrillos, en un ejemplar de la novela Eugenio Oneguin de
Aleksandr Pushkin abierto en el capítulo ocho. Y sobre todo a Dostoyevski (y la
epilepsia que lo endemonió durante toda su vida) aún se lo encuentra en las
notas, páginas garabateadas y manuscritos que acá se exhiben.
Al igual que todo texto escrito a mano, estos papeles antiguos y los ríos
de tinta que los bañan en las más curiosas formas transmiten una esencia. Algo
que excede lo dicho. Ya sean documentos de escritores, políticos o de cualquier
otra figura pública, sus cualidades rebasan las propiedades físicas de
los átomos que los componen. Irradian un hálito vital, como lo llamaba Marco
Aurelio, emanan ectoplasma. Hay en estas escrituras fantasmales un quantum de
magia.
El autor desnudo
En nuestra era digital en la que “lo último” es lo óptimo y en la que la
palabra escrita ha sido dictatorialmente estandarizada –sustituimos nuestra
firma por un pin, escribimos mediados por teclados y nos extrañamos incluso de
la forma que adquiere nuestra letra (cuando recordamos que tenemos aún la
habilidad de escribir a mano, nuestro más personal y subvalorado acto
artístico)–, la palabra manuscrita de los escritores nos fascina porque actúa
como catapulta de la nostalgia: funciona como un vaso conductor a la intimidad
de quien escribe, un bypass a la sensibilidad de una época que ya pasó y que no
volverá.
Ver la letra pelada de un autor es como ver a ese autor desnudo. Así
como no se termina de conocer a alguien cercano hasta que no se visita su casa
–la principal obra espacial de cada individuo–, no se conoce a un escritor
hasta que no se descubre su particular manera de acentuar las íes, de inclinar
la cola de sus “g”, el grosor del trazo infundido en estado de temblor, el difuminado
de un acento, sus puntos, sus comas siempre únicas. La obra de Borges, por
ejemplo, no es independiente de su curiosa verticalidad caligráfica. Y nunca se
completa –aunque se la haya leído toda– si no se echa un vistazo a las
increíbles ilustraciones con las que engalanaba sus textos, como, por ejemplo,
los dibujos del manuscrito de nueve páginas “Viejo hábito argentino de 1946”
–un monstruo de muchas cabezas donde conviven Rosas, Perón, Mussolini, Hitler y
Marx– que tiene la Universidad de Virginia entre sus colecciones.
Tendemos a elevar a ciertos autores en un pedestal y al hacerlo los
convertimos en personajes de sus propias obras. Descubrir anotaciones al
margen, la intensidad de la letra de escritores como Kafka, sus garabatos –las
ilustraciones fálicas de Chuck Palahniuk, los dibujos de Lewis Carroll y de
Victor Hugo–, la espontaneidad que enciende cada palabra y las heridas de sus
textos –los tachones de los manuscritos de Proust, de Sartre y de James Joyce–
los regresan a la tierra. Les devuelven su humanidad. A través de sus
manuscritos y de la búsqueda de su voz en videos borrosos de Youtube, los
invocamos.
Es como si en esa revelación, en ese acto de descubrimiento –el de la voz,
el de la letra–, el o la autor/a muerto/a hace décadas diera una nueva bocanada
de aire. Los manuscritos son letra viva por la simple razón de que son
prolongaciones de sus cuerpos, aquello que la técnica expulsa del objeto
literario. No hay soporte más visceral. Y a la vez, son espejos en los que
vemos reflejados fragmentos de su yo interior. Cortázar resucita en sus
ilustraciones de Rayuela como Tolkien vuelve a Mordor en sus
impresionantes dibujos que acompañan las palabras que componen El señor
de los anillos .
Cada arabesco en el papel es más que la traducción material de una idea.
Cada pliego, cada vuelta condensa un estado de ánimo, una sensación, la
emotividad que los tipos estandarizados despojan. La traducción, así, no es la
única mediación que separa al lector del pensamiento e imaginación creativa de
un autor con el que no se comparte el mismo idioma. La tipografía misma de los
libros –aquella que naturalizamos tanto que no la cuestionamos ni la
advertimos– nos aleja.
Si, como decía Voltaire, la escritura a mano es la pintura de la voz, los
libros que leemos –y amamos– están desteñidos y son silenciosos.
Sismógrafos del alma
Por definición, la esencia de los manuscritos es la de aparecer, así como
la esencia de los informes ultrasecretos es la de ser filtrados. Y una vez que
asoman, cautivan. Tanto el hallazgo de un matambre de papeles hace tiempo
considerados extraviados como la digitalización de un archivo privado y su
exhibición en la Web son presentados mediáticamente siempre con la misma
efervescencia triunfalista de la localización de un tesoro. Por una simple
razón: ver un texto original –por ejemplo, el manuscrito de Frankenstein en
el Shelley-Godwin Archive (http://shelleygodwinarchive.org), o las anotaciones
al margen de Drácula hechas por Bram Stoker, los dibujos de
las lunas de Júpiter de Galileo y las ecuaciones de Einstein en el paraíso de
los manuscritos Fuck Yeah, Manuscripts!
(http://fuckyeahmanuscripts.tumblr.com)– altera para siempre nuestra
experiencia con una obra. Levanta el velo, hace tácito el conjuro del que se
nutre la literatura y su industria: al leer un libro, en realidad no leemos las
palabras del autor; leemos cadáveres tipográficos. Una copia de una copia. Ecos
lejanos, palabras travestidas y trajeadas de letras de molde, todas iguales.
Ahí anida la razón por la cual la caligrafía ajena secuestra nuestra
atención. Le agrega a un autor que se supone conocido –y tantas veces leído–
una nueva capa de significación. Es como ver por primera vez una foto rara de
una figura pública demasiado familiar. Un escritor en una pose que en el fondo
no es una pose: Borges orinando en los baños del Colegio San Ildefonso, Susan
Sontag disfrazada de oso de peluche, Ernest Hemingway pateando una lata, Truman
Capote dormido en el boliche Studio 54, Mark Twain jugando al pool.
Su estilo único de escribir –el recuerdo de su materialidad última– nos
revela una faceta de ellos para nosotros inédita. Como quien escarba en la
basura de una persona de su devoción y descubre entre cáscaras de banana y
colillas de cigarrillos aquellos despojos que hablan de sus hábitos secretos e
íntimos, asomarse a esta dimensión olvidada por la industria cultural nos
permite adentrarnos en la estructura del pensamiento de un escritor: por
ejemplo, cómo Gay Talese ordenó sus ideas y testimonios en su artículo “Frank
Sinatra está resfriado”. “Los nombres de las casas de Hogwarts fueron escritos
en la parte de detrás de una bolsa de vomitar de un avión. Eso sí, vacía”,
contó J. K. Rowling, quien para organizar la maraña de datos que animan la saga
de Harry Potteracudió al clásico cuadro sinóptico hecho con
lapicera.
Desde hace miles de años, los chinos saben que la caligrafía expresa
estados del ánimo. Y su dominio es un arte, un certificado de aptitud intelectual.
Como dice el sociólogo Christian Ferrer, el ideograma es un sismógrafo del
alma, así como la mano es el ventrículo de la imaginación, su médium.
Instrumentos de disección
Las cartas personales, los cuadernos de notas, los apuntes de viaje, los
borradores, las ideas espontáneas estampadas en alguna libreta Moleskine, los
garabatos hechos con el lápiz-fetiche de Vladimir Nabokov, John Steinbeck,
Capote –el Eberhard Faber Blackwing 602, un talismán para la creación– son
tentaciones demasiado fuertes para los grafólogos, aquellos que dicen poder
analizar la personalidad de un individuo sólo con un vistazo a su letra,
representantes de una disciplina siempre en tensión por su estatus
epistemológico: pseudociencia para muchos científicos, lectura del alma para
los devoradores de horóscopos y habitués de las lecturas de manos.
Si es cierto que el lápiz y las teclas forjan estilos de escritura
distintos, entonces la literatura puede –y debe– ser disecada de acuerdo a los
instrumentos de su producción, a sus condiciones materiales, aquellas
referencias siempre ausentes en las notas al pie y en las aclaraciones de los
libros. Pero deberían estar.
Los manuscritos y borradores son los esqueletos de toda obra. Lo cual, de
cierto modo, nos convierte a los que los amamos y buscamos con fruición
en arqueólogos forenses. Indiana Jones
literarios.
[Fuente:
www.revistaenie.clarin.com]
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